55. LOS ZAPATOS DE TAMBURÍ
Había en el Cairo un mercader llamado Abou Tamburí, que era conocido por su
avaricia; aunque rico, iba pobremente vestido, y tan sucio, que parecía un
mendigo. Lo más característico de su traje eran unos enormes zapatones,
remendados por todos lados, y cuyas suelas estaban provistas de gruesos
clavos.
Paseábase cierto día el mercader por el gran bazar de la ciudad, cuando se le
acercaron dos comerciantes a proponerle: el uno la compra de una partida de
cristalería, y el otro una de esencia de rosa. Este último era un perfumista que
se encontraba en grande apuro, y Tamburí compró toda la partida por la tercera
parte de su valor.
Satisfecho con su compra, en lugar de pagar el alboroque a los comerciantes
como es costumbre en Oriente, creyó más oportuno el ir a tomar un baño. No se
había bañado desde hacía mucho tiempo, y tenía gran necesidad de ello, porque el
Corán manda a los creyentes de Mahoma bañarse frecuentemente en agua limpia.
Cuando se dirigía al baño, un amigo que le acompañaba le dijo:
—Con los negocios que acabas de hacer tienes una ganancia muy pingüe, pues
has triplicado tu capital. Así es que deberías comprarte un calzado nuevo, pues
todo el mundo se burla de ti y de tus zapatos.
—Ya lo había pensado; pero me parece que mis zapatos pueden tirar aún cuatro
o cinco meses.
Llegó a la casa de baños, se despidió de su amigo y se bañó. El Cadí fué
también a bañarse aquella mañana y en el mismo establecimiento, y como Tamburí
saliera del baño antes que él, se dirigió a la pieza inmediata para vestirse.
Pero con sorpresa vió que a lado de su ropa, en lugar de sus antiguos zapatos
había otros nuevos, que se apresuró a ponerse, creyendo que eran un regalo de
alguno de sus amigos. Como ya al encontrarse con zapatos nuevos no tenía
necesidad de comprar otros, salió muy satisfecho de la casa de baños.
El Cadí, después de terminar su baño, fué a vestirse; pero en vano sus
esclavos buscaron su calzado, tan sólo encontraron los viejos y remendados
zapatos de Tamburí.
Furioso el Cadí mandó a un esclavo a cambiar el calzado, y encerró en la
cárcel al avaro Tamburí. Éste, al día siguiente, después de pagar la multa que
le impuso el Cadí, fué dejado en libertad. Cuando llegó a su casa Tamburí arrojó
por la ventana al río los zapatos que habían sido causa de su prisión.
Después de algunos días, unos pescadores, que habían echado sus redes en el
río, cogieron entre las mallas los zapatos de Tamburí, pero los clavos de que
estaba llena la suela destrozaron los hilos de las redes. Indignados los
pescadores, recurrieron al Juez para reclamar contra quien había echado al río
indebidamente aquellos zapatos.
El Juez les dijo que en aquel asunto nada podía hacer. Entonces los
pescadores cogieron los zapatos, y, viendo abierta la ventana de la casa de
Tamburí, los arrojaron dentro, rompiendo todos los frascos de esencia de rosa
que el avaro había comprado hacía poco, y con cuya ganancia estaba loco de
contento.

—¡Malditos zapatos!—exclamó,—¡cuántos disgustos me cuestan!—Y cogiéndolos, se
dirigió al jardín de su casa y los enterró. Unos vecinos que vieron al avaro
remover la tierra del jardín y cavar en ella, dieron parte al Cadí, añadiendo
que sin duda Tamburí había descubierto un tesoro.
Llamóle el Cadí para exigirle la tercera parte que correspondía al Sultán, y
costó mucho dinero al avaro el librarse de las garras del Cadí. Entonces cogió
sus zapatos, salió fuera de la ciudad y los arrojó en un acueducto; pero los
zapatos fueron a obstruir el conducto del agua con que se surtía la población de
Suez.
Acudieron los fontaneros, y encontrando los zapatos se los llevaron al
Gobernador, el cual mandó reducir a prisión a su dueño y pagar una multa más
crecida aún que las dos anteriores, entregando, no obstante, los zapatos a
Tamburí.
Así que se vio Tamburí otra vez en posesión de sus zapatos, resolvió
destruirlos por medio del fuego; pero como estaban mojados no logró su objeto.
Para poder quemarlos los llevó a la azotea de su casa con el propósito de que
los rayos del sol los secasen.
El destino, empero, no había agotado los disgustos que le proporcionaban los
malditos zapatos. Cuando los dejó, varios perros saltaron a la azotea por los
tejados y, cogiéndolos, se pusieron a jugar con ellos. Durante el juego, uno de
los perros tiró un zapato al aire con tal fuerza que cayó a la calle en el
momento en que pasaba una mujer. El espanto, la violencia y la herida que le
causó fueron tales que quedó desmayada en la calle. Entonces el marido fué a
quejarse nuevamente al Cadí y Tamburí tuvo que pagar a aquella mujer una gruesa
multa como indemnización de daños.
Esta vez, desesperado, Tamburí se propuso quemar los endiablados zapatos y
los llevó a la azotea, donde se puso de vigilante para evitar que se los
llevasen. Pero entonces fueron a llamarlo para finalizar un negocio de
cristalería, y la codicia le hizo abandonar su puesto.
No bien dejó la azotea cuando un halcón que revoloteaba sobre la casa,
creyendo que los zapatos eran buena presa, los cogió con sus garras y se remontó
en los aires. Cansado el halcón, desde cierta altura dejó caer los zapatos sobre
la cúpula de la mezquita mayor y los pesados zapatos hicieron considerables
destrozos en la cristalería de la cúpula.
Los sirvientes del templo acudieron al ruido, y vieron con asombro que la
causa de aquel destrozo eran los zapatos de Tamburí, y expusieron su queja al
Gobernador. Tamburí fué preso y llevado a presencia del Gobernador, el que,
enseñándole los zapatos, le dijo:
—¿Es posible que no escarmientes? ¡Merecías ser empalado! Pero tengo lástima
de ti y sólo te condeno a quince días de cárcel y a una multa para el tesoro del
Sultán, y al pago de los destrozos que has causado en la cúpula de la
mezquita.
Tamburí tuvo que cumplir su condena; pasó quince días en la cárcel; pagó dos
mil cequíes de multa para el tesoro del Sultán y ciento cincuenta por las
reparaciones que hubo que hacer en el tejado. Pero las autoridades del Cairo
mandaron a Tamburí los zapatos.
Tamburí, después de meditarlo mucho pidió audiencia al Sultán, y éste se la
concedió. Hallábase el Sultán rodeado de todos los Cadíes de la ciudad en el
Salón del Trono, cuando se presentó Tamburí, y, de hinojos ante el Sultán, le
dijo:
—Soberano Señor de los creyentes, soy el hombre más infortunado del mundo;
una serie inconcebible de circunstancias fatales ha venido a causar casi mi
ruina y hacer que padeciera muchos días de prisión. Causa de todas mis desdichas
son estos malditos zapatos, que no puedo destruir ni hacer desaparecer. Ruego a
V.M. que me releve de responsabilidad en los sucesos a que estos zapatos puedan
dar lugar, directa o indirectamente, pues declaro que desde hoy renuncio por
completo a todos mis derechos sobre ellos. No me quejo de las resoluciones del
Cadí ni de las del Gobernador, porque han sido justas.
Y diciendo esto, Tamburí colocó los dos zapatos en las gradas del Trono. El
Sultán, enterado de las aventuras, rió con todos los cortesanos, y para
satisfacer a Tamburí ordenó que en la plaza pública fueran quemados los
zapatos.
El verdugo los impregnó de pez y resina y les prendió fuego, y desde aquel
momento Tamburí quedó libre y tranquilo.