54. EL ESPEJO DE MATSUYAMA
Mucho tiempo há vivían dos jóvenes esposos en lugar muy apartado y rústico.
Tenían una hija y ambos la amaban de todo corazón. No diré los nombres de marido
y mujer, pero diré que el sitio en que vivían se llamaba Matsuyama, en la
provincia de Echigo.
Cuando la niña era aún muy pequeñita, el padre se vió obligado a ir a la gran
ciudad, capital del Imperio. Como era tan lejos, ni la madre ni la niña podrían
acompañarle, y él se fué solo, despidiéndose de ellas y prometiendo traerles, a
la vuelta, muy lindos regalos. La madre no había ido nunca más allá de la
cercana aldea, y así no podía desechar cierto temor al considerar que su marido
emprendía tan largo viaje; pero al mismo tiempo sentía orgullosa satisfacción de
que fuese él, por todos aquellos contornos, el primer hombre que iba a la rica
ciudad, donde el rey y los magnates habitaban, y donde había que ver tantos
primores y maravillas.
En fin, cuando supo la mujer que volvía su marido, vistió a la niña de gala,
lo mejor que pudo, y ella se vistió un precioso traje azul que sabía que a él le
gustaba en extremo.
Gran fué el contento de esta buena mujer cuando vió al marido volver a casa
sano y salvo. La chiquitina daba palmadas y sonreía con deleite al ver los
juguetes que su padre le trajo. Y él no se hartaba de contar las cosas
extraordinarias que había visto, durante la peregrinación, y en la capital
misma.
—A ti—dijo a su mujer—te he traido un objeto de extraño mérito; se llama
espejo. Mírale y dime que ves dentro.
Le dió entónces una cajita chata, de madera blanca, donde, cuando la abrió
ella, encontró un disco de metal. Por un lado era blanco como plata mate, con
adornos en realce de pájaros y flores, y por el otro, brillante y pulido como
cristal. Allí miró la joven esposa con placer y asombro, porque desde su
profundidad vió que la miraba, con labios entreabiertos y ojos animados, un
rostro que alegre sonreía.
—¿Qué ves?—preguntó el marido encantado del pasmo de ella y muy ufano de
mostrar que había aprendido algo durante su ausencia.
—Veo a una linda moza, que me mira y que mueve los labios como si hablase, y
que lleva ¡caso extraño! un vestido azul, exactamente como el mío.

—Tonta, es tu propia cara la que ves,—le replicó el marido, muy satisfecho de
saber algo que su mujer no sabía.—Ese redondel de metal se llama espejo. En la
ciudad cada persona tiene uno, por más que nosotros, aquí en el campo, no los
hayamos visto hasta hoy.
Encantada la mujer con el presente, pasó algunos días mirándose a cada
momento, porque, como ya dije, era la primera vez que había visto un espejo, y
por consiguiente, la imagen de su linda cara. Consideró, con todo, que tan
prodigiosa alhaja tenía sobrado precio para uso de diario, y la guardó en su
cajita y la ocultó con cuidado entre sus mas estimados tesoros.
Pasaron años, y marido y mujer vivían aún muy dichosos. El hechizo de su vida
era la niña, que iba creciendo y era el vivo retrato de su madre, y tan cariñosa
y buena que todos la amaban. Pensando la madre en su propia pasajera vanidad, al
verse tan bonita, conservó escondido el espejo, pensando que su uso pudiera
engreír a la niña. Como no hablaba nunca del espejo, el padre le olvidó del
todo. De esta suerte se crió la muchacha tan sencilla y candorosa como había
sido su madre, ignorando su propia hermosura, y que la reflejaba el espejo.
Pero llegó un día en que sobrevino tremendo infortunio para esta familia
hasta entonces tan dichosa. La excelente y amorosa madre cayó enferma, y aunque
la hija la cuidó con tierno afecto y solícito desvelo, se fué empeorando cada
vez más, hasta que no quedó esperanza, sino la muerte.
Cuando conoció ella que pronto debía abandonar a su marido y a su hija, se
puso muy triste, afligiéndose por los que dejaba en la tierra y sobre todo por
la niña.
La llamó, pues, y le dijo:
—Querida hija mía, ya ves que estoy muy enferma y que pronto voy a morir y a
dejaros solos a ti y a tu amado padre. Cuando yo desaparezca, prométeme que
mirarás en el espejo, todos los días al despertar y al acostarte. En él me verás
y conocerás que estoy siempre velando por ti.
Dichas estas palabras, le mostró el sitio donde estaba oculto el espejo. La
niña prometió con lágrimas lo que su madre pedía, y ésta, tranquila y resignada,
expiró a poco.
En adelante, la obediente y virtuosa niña jamás olvidó el precepto materno, y
cada mañana y cada tarde tomaba el espejo del lugar en que estaba oculto, y
miraba en él, por largo rato e intensamente. Allí veía la cara de su perdida
madre, brillante y sonriendo. No estaba pálida y enferma como en sus últimos
días, sino hermosa y joven. A ella confiaba de noche sus disgustos y penas del
día, y en ella, al despertar, buscaba aliento y cariño para cumplir con sus
deberes.
De esta manera vivió la niña, como vigilada por su madre, procurando
complacerla en todo como cuando vivía, y cuidando siempre de no hacer cosa
alguna que pudiera afligirla o enojarla. Su más puro contento era mirar en el
espejo y poder decir:
—Madre, hoy he sido como tú quieres que yo sea.
Advirtió el padre, al cabo, que la niña miraba sin falta en el espejo, cada
mañana y cada noche, y parecía que conversaba con él. Entonces le preguntó la
causa de tan extraña conducta.
La niña contestó:
—Padre, yo miro todos los días en el espejo para ver a mi querida madre y
hablar con ella.
Le refirió además el deseo de su madre moribunda y que ella nunca había
dejado de cumplirle.
Enternecido por tanta sencillez y tan fiel y amorosa obediencia, virtió él
lágrimas de piedad y de afecto, y nunca tuvo corazón para descubrir a su hija
que la imagen que veía en el espejo era el trasunto de su propia dulce figura,
que el poderoso y blando lazo del amor filial hacía cada vez más semejante a la
de su difunta madre.