50. EL TONTO
Vivían en cierto pueblo un labriego y su mujer. Su única fortuna eran su
cabana, una vaca y una cabra. El marido, que se llamaba Juan, era muy tonto,
tanto que sus vecinos le habían puesto por apodo "El Tonto". Pero María, la
esposa, era muy inteligente y a menudo remediaba las tonterías que había hecho
su marido.
Una mañana María dijo a Juan:
—Juan, ahora hay feria en la aldea. Vendamos nuestra vaca. Ya es muy vieja,
da poca leche y el precio del heno ha subido mucho este año.
Juan después de pensar un poco opinó como su mujer. Se puso su vestido de
domingo, tomó su sombrero y se fué al establo para llevar la vaca al
mercado.
—Aviva el ojo, Juan, y no te dejes engañar,—dijo la mujer.
—No tengas cuidado, mujer. Tiene que madrugar mucho el que me quiera
engañar,—contestó el tonto campesino, que se tenía por muy inteligente.
Juan se fué al establo; pero una vez allí no sabía claramente distinguir cual
era la vaca y cual la cabra.
—¡Caramba!—dijo para sí después de cavilar largo rato.—La vaca es más grande
que la cabra. Por lo tanto me llevo al animal más grande.
Diciendo esto desató la vaca y se la llevó.
No había andado Juan muchos kilómetros cuando le alcanzaron tres jóvenes, que
también iban a la feria. Llevaban estos jóvenes poco dinero, e iban hambrientos
y con mucha sed. Cuando vieron al lugareño con su vaca resolvieron darle un
chasco. Uno de ellos había de adelantarse y tratar de comprarle la vaca. Poco
después el segundo debía hacer lo mismo, y por último el tercero.
—¡Ola, amigo!—saludó el primero.—¿Quiere Vd. vender su cabra? ¿Cuánto
vale?
—¿La cabra?—replicó el aldeano atónito.—¿La cabra, dice Vd.?—y con expresión
incrédula miraba al comprador y al animal.
—Véndamela—continuó el joven muy serio,—le doy seis pesetas por ella.
—¿La cabra?—continuó repitiendo el lugareño, moviendo la cabeza de un lado a
otro.—Yo pensaba que era mi vaca la que llevaba a la feria, y aún ahora mismo,
después de mirarla bien, creo que es la vaca y no la cabra.
—¡Caracoles, hombre! No diga Vd. disparates. Ésta es la cabra más flaca que
he visto en mi vida. Es mejor que guarde mis seis pesetas. Adiós.
Después de algunos minutos el segundo joven alcanzó a Juan.
—Buenos días, amigo,—le dijo afablemente.—Hace muy buen tiempo. ¡Toma!

¿Qué lleva Vd. aquí? ¿Una cabra? Yo iba a la feria precisamente a comprar una
cabra. ¿Quiere Vd. venderme la suya? Le doy cinco pesetas por ella.
El campesino se detuvo, y rasgándose la oreja dijo para sus adentros:
—¡Canario! Aquí esta otro sujeto que dice que traigo la cabra. ¿Será esto
posible? Durante todo el camino este animal no ha abierto el hocico. Si sólo
hiciera ruido yo podría entonces saber si era la cabra o la vaca. ¡Maldita
suerte! La próxima vez que vaya al establo me llevo a mi mujer.
—Pues bien,—continuó el tunante joven,—si no me quiere Vd. vender la cabra,
tendré que comprarla en la feria. Pero creo que cinco pesetas es bastante dinero
por una cabra tan flaca. Adiós.
Por último llegó el tercer joven.
—¡Ola, amigo! ¿Quiere Vd. vender su cabra?
El pobre campesino no sabía que responder, pero al cabo de un momento de
silencio replicó:
—Vd. es el tercero que me habla de una cabra. ¿No puede Vd. ver que el animal
que traigo es una vaca?
—Mi buen hombre, es Vd. ciego o está embriagado,—repuso el embustero.—¡Vaya!
Un niño puede decirle que su animal no es una vaca, sino una cabra; y, por
cierto, muy flaca.
—¡Canastos!—contestó el tonto aldeano.—Recuerdo claramente que he tomado el
animal que estaba atado cerca de la puerta. Además, este animal tiene la cola
larga, y una cabra tiene la cola más corta.
—No diga Vd. tonterías,—contestó el tunante.—Le ofrezco cuatro pesetas por su
cabra.
Diciendo y haciendo, el pícaro sacó del bolsillo cuatro piezas de plata y las
hizo sonar.
El pobre lugareño completamente aturdido y ya casi convencido, vendió el
animal, recibió el dinero y se volvió a su casa, mientras que los jóvenes
siguieron camino a la feria.
La mujer del campesino se indignó mucho cuando su marido le entregó las
cuatro pesetas.
—¡Tonto! ¡Estúpido!—exclamó colérica.—Llevaste la vaca que vale a lo menos
cincuenta pesetas.
—Pero, ¿que podía hacer yo? Tres hombres, uno después de otro, me aseguraban
que llevaba la cabra, y...
—¿Tres hombres? ¡Papanatas!—interrumpió la mujer.—Apuesto a que esos hombres
fueron los mismos que pasaron por aquí, y me preguntaron cuál era el camino de
la aldea. Sin duda han vendido ya la vaca al primer marchante que encontraron, y
se regalan en este momento en alguna posada con el dinero. ¡Pronto! No perdamos
tiempo. Múdate de vestido. Ponte tu mejor sombrero para que no te reconozcan.
Vamos a devolverles el chasco a esos pícaros, y puede ser que aun podamos
recobrar nuestro dinero.
A eso de las doce el tonto y su mujer llegaron a la aldea. Visitaron varias
fondas y, como lo sospechó la mujer, los tres pícaros fueron encontrados
festejándose en una de aquéllas.
El lugareño y su mujer se sentaron cerca de la mesa donde estaban los
pícaros. La mujer llamó al posadero y le refirió en pocas palabras lo que había
pasado a su marido.
—Si Vd. nos ayuda,—dijo la mujer al posadero,—podremos recobrar nuestro
dinero. Yo propongo esto: Mi marido pide un vaso de vino. Se levanta, revuelve
su sombrero, llama a Vd., y Vd. saca de su bolsillo este dinero que yo le doy
ahora, y pretende Vd. que la cuenta está pagada.
Mientras tanto los tres pícaros seguían comiendo y bebiendo alegremente sin
prestar atención al lugareño. Pero cuando éste se levantó por tercera vez, uno
de los tres cayó en ello, y preguntó al posadero la causa de tan extraña
conducta.
—¡Calle Vd! ¡Silencio!—respondió éste, haciendo el misterioso.—Ese hombre
tiene un sombrero mágico. He oído hablar muchas veces de ese sombrero, pero ésta
es la primera vez que veo tal maravilla con mis propios ojos. Viene este
campesino, me ordena un vaso de vino, revuelve el sombrero, y al momento suena
en mi bolsillo el dinero. Al principio no me parecía eso posible, pero los
hechos son más seguros que las palabras.
El bribón, muy sorprendido, se reunió con sus camaradas y les refirió lo que
había oído.
—Debemos obtener ese sombrero a cualquier precio,—dijeron los tres al
instante.
Se sentaron en la misma mesa que el lugareño, a quien no reconocieron, y
trabaron conversación con él.
—Tiene Vd. un sombrero muy bonito, y me gustaría comprarlo. ¿Cuánto
vale?—dijo el primero.
El lugareño le miró desdeñosamente y repuso:—Este sombrero no se vende, pues
no es un sombrero ordinario como cualquier otro. ¡Ola, posadero!—gritó con voz
firme.—Traiga más vino.
Cuando el vino fué servido el lugareño se levantó, revolvió el sombrero, y el
posadero sacó al instante el dinero de su bolsillo.
Los tres bribones se quedaron pasmados de asombro, y tanto importunaron al
lugareño que éste acabó por exclamar:
—Pues bien, por cincuenta pesetas les venderé el sombrero.
Ésta era la exacta suma en que habían vendido la vaca. Muy alegres entregaron
el dinero al lugareño, que tan pronto como tuvo el oro en su bolsillo partió,
más contento que unas pascuas.
Los tres bribones también partieron. No habían andado gran distancia cuando
llegaron a otra fonda. Uno de ellos propuso que entrasen a probar el sombrero.
Después de haber bebido algunas botellas de vino, llamaron a la huéspeda para
pagarle. El primero de ellos se levantó, revolvió el sombrero, y todos
ansiosamente esperaron el efecto. Pero no sucedió nada. La huéspeda, extrañando
tal conducta, les dijo:
—Como Vds. me han llamado yo creía que me iban a pagar.
—Pues meta Vd. la mano en su faltriquera y hallará Vd. el dinero.
La huéspeda lo hizo así, pero no encontró ningún dinero.
—¡Diantre!—dijo el segundo joven, un poco alarmado,—tú no comprendes de esto.
Dame el sombrero a mí.
El joven tomó el sombrero, se lo puso, y lo revolvió de derecha a izquierda.
Pero todo en balde. La faltriquera de la huéspeda estaba tan vacía como
antes.
—Son Vds. unos bobos,—gritó el tercero con impaciencia.—Voy a enseñar a Vds.
como debe ser revuelto el sombrero.
Y diciendo esto, revolvió el sombrero muy despacio y con mucho cuidado. Pero
observó con gran desaliento que no tuvo mejor éxito que sus compañeros.
Al fin comprendieron que el lugareño les había dado un buen chasco. Su
indignación fué tanta que mejor es pasar por alto los epitetos con que adornaron
el nombre del lugareño.
Éste al llegar a su casa contó las monedas de oro sobre la mesa
exclamando:
—¿No lo dije esta mañana? Tiene que madrugar el que quiera engañarme.
Su mujer no dijo nada, porque era juiciosa, y sabía que el silencio algunas
veces es oro.