43. EL PERRO DEL VENTRÍLOCUO
Entró una vez en una fonda un ventrílocuo acompañado de su hermoso y muy
inteligente perro. Se sentó a una mesa, llamó al mozo y dijo:
—Tráigame Vd. un biftec.
Estaba ya al punto de irse el mozo para ejecutar la orden, cuando se detuvo
pasmado. Oyó distintamente que dijo el perro:
—Tráigame a mí también un biftec.

Estaba sentado a la misma mesa en frente al ventrílocuo un ricazo que tenía
más dinero que inteligencia. Éste dejó caer el tenedor y el cuchillo y miró al
perro maravilloso. Mientras tanto había vuelto el mozo. Puso un biftec sobre la
mesa delante del dueño, y el otro en el suelo delante del perro. Sin hacer caso
del asombro general, hombre y perro comieron con buen apetito. Después dijo el
dueño:
—Mozo, tráigame Vd. un vaso de vino.—Y añadió el perro:—Tráigame a mí un vaso
de agua.
En esto todos en la sala cesaron de comer, y se pusieron a observar esta
escena extraordinaria. Volviéndose al ventrílocuo preguntó el ricazo:
—¿Quiere Vd. vender este perro? Nunca he visto animal tan inteligente.
Pero el amo contestó:
—Este perro no se vende. Es mi mejor amigo, y no podemos vivir el uno sin el
otro.
Apenas hubo concluido éste, cuando dijo el perro:
—Es verdad lo que dice mi amo. No quiero que me venda.
Entonces el ricazo sacó la bolsa, y poniendo sobre la mesa un billete de
quinientos duros sin decir palabra, dirigió al ventrílocuo una mirada
interrogativa.
—A fe mía,—dijo éste,—esto ya es otro cantar. Veo ahora que puede hablar
también el dinero. Es de Vd. el perro.
Después de haber concluido la comida el ricazo, muy alegre y ufano, partió
con el animal, que al momento de salir pronunció con voz casi ahogada de
disgusto y de cólera estas palabras:
—Miserable, me ha vendido Vd. Pero juro por todos los santos, que en toda mi
vida no diré otra palabra.