42. EL BARBERO DE LA CORUÑA
Un día llegó a una fonda de la Coruña un forastero de gran talle, corpulento
y fuerte, con centellantes ojos negros y rostro cubierto de larga y espesa
barba. Su vestido negro añadía algo de siniestro a su apariencia.
—¡Posadero!—gritó en voz alta,—tengo mucha hambre y me estoy muriendo de sed.
Tráigame algo que comer y una botella de vino. ¡Pronto!
El posadero, medio espantado, corrió a la cocina, y pocos minutos después
sirvió una buena comida y una botella de vino al extranjero. Este se sentó a la
mesa y comió y bebió con tanto gusto que en menos de diez minutos había devorado
todo.
Una vez terminada su comida, preguntó al posadero:—- ¿Hay en este pueblo un
buen barbero que pueda afeitarme?
—Ciertamente, señor,—contestó el posadero, y llamó al barbero que vivía no
lejos de la fonda.
Con su estuche en una mano y el sombrero en la otra, entró el barbero, y
haciendo una profunda reverencia preguntó:—¿En qué puedo servir a Vd.,
señor?
—Aféiteme Vd.,—gritó el forastero con voz de trueno.—Pero le advierto que
tengo la piel muy delicada. Si no me corta le daré cinco pesetas, pero si me
corta le mataré sin piedad. Ya he matado más de un barbero por esa causa; ¡con
que tenga cuidado!—añadió por vía de explicación.
El pobre barbero que se había espantado al oír la aterradora voz de su
cliente, ahora temblaba como la hoja de un árbol agitada por el viento
otoñal.
El terrible hombre había sacado del bolsillo de su levita un grande y afilado
cuchillo y lo había puesto sobre la mesa. Era muy claro que la cosa no era para
bromas.
—Perdone Vd., señor,—dijo el barbero con voz trémula,—yo soy viejo y me
tiembla la mano un poco, pero voy a enviar a Vd. a mi ayudante, que es joven.
Puede Vd. fiarse de su habilidad.
Diciendo esto, salió casi corriendo de la fonda. Cuando estuvo fuera, dando
gracias a Dios de haber escapado, decía para sí:—Ese hombre es malo como un
demonio; no quiero tener negocios con él. Tengo una esposa y ocho niños y debo
pensar en ellos. Es mejor que venga mi ayudante.
A los diez minutos se presentó el ayudante en la fonda.—Mi maestro me ordenó
que viniera aquí para...—Sí, su maestro dice que es Vd. un hombre hábil y espero
que tenga razón,—le interrumpió el forastero con voz ronca.—Le advierto que
tengo la piel muy delicada. Si me afeita sin cortarme le daré cinco pesetas,
pero si me corta, le mataré con este cuchillo tan cierto como mi barba es
negra.
Al oír esto el ayudante palideció un poco, pero recobrando el ánimo
replicó:—Ciertamente, señor, soy muy hábil y tengo una mano muy segura. Tendría
mucho gusto en afeitarlo, pero Vd. tiene una barba muy espesa y necesito una
navaja muy afilada. Desgraciadamente no tengo ninguna en mi estuche ahora, pero
afortunadamente el aprendiz afiló sus navajas esta misma mañana. Le voy hacer
venir al instante.

Con esto escapó precipitadamente diciendo para sí:—¡Cáspita! ¡Ese barbón se
parece al mismísimo diablo! Lo que es a mí, no me mata. Que vaya el aprendiz,
que es joven. Aquí tiene una buena ocasión de aprender algo. Por fin vino el
aprendiz. Era un muchacho de unos diez y seis años, con ojos vivos y cara
inteligente.
—¡Ola!—gritó el forastero, soltando una carcajada que hizo retemblar las
paredes.
—¿Te atreves tú a afeitarme? Pues bien, muchacho. ¡Mira! Aquí tienes esta
pieza de oro y este cuchillo. La moneda de oro vale cinco pesetas y será tuya si
me afeitas sin cortarme; pero como eso no es muy fácil, porque tengo la piel muy
delicada, te advierto que si me cortas te mataré con este cuchillo.
Y miró al pobre aprendiz con unos ojos que parecían salir chispas
centellantes.
Mientras tanto, el muchacho reflexionaba de esta manera:—¡Cinco pesetas! Eso
es más de lo que gano en seis meses. Con esa suma me puedo comprar un traje
nuevo para la feria y, además, un nuevo estuche. Con que me voy a atrever. Si
este bruto mueve el rostro y lo corto, ya sé lo que debo hacer.
Con gran calma saca todo lo necesario de su estuche; sienta al forastero en
una silla, y sin el menor miedo pero con mucho cuidado termina el muchacho
felizmente la operación.
—Aquí tienes tu dinero,—dijo el terrible matasiete.—¡Chispas, niño! tú tienes
más valor que tu maestro y su asistente, y a la verdad mereces el oro. Pero
dime: ¿no tenías miedo?
—¿Miedo? ¿Por qué? Vd. estaba enteramente en mi poder. Tenía yo las manos y
mi más afilada navaja en la garganta de Vd. Supongamos que Vd. se mueve y yo le
corto. Vd. intenta asir el cuchillo para matarme. Yo lo impido y con una sola
tajada lo deguello. Eso es todo. ¿Entiende Vd. ahora?
Esta vez fue el forastero el que se puso pálido.