39. LOS CUATRO HERMANOS
Un zapatero tenía cuatro hijos que deseando buscar su fortuna por el mundo,
dijeron un día a su padre:
—Padre, somos mayores de edad y deseamos viajar por el mundo y buscar
fortuna.
—Muy bien,—dijo el zapatero y dio a cada uno de sus hijos un caballo y cien
duros para la jornada. Los jóvenes, muy contentos, se despidieron de su padre y
partieron en busca de fortuna.
Caminaron los hermanos algún tiempo y al llegar a una encrucijada, donde
partían cuatro caminos, el hermano mayor dijo:
—Hermanos míos, separémonos; cada uno tome un camino, busque su fortuna y
después de un año nos reuniremos otra vez aquí.
Los cuatro caminos conducían a cuatro ciudades muy hermosas, adonde llegaron
los hermanos y cada uno en su ciudad buscó quehacer inmediatamente. El hermano
mayor aprendió a zapatero, el segundo estudió para astrólogo, el tercero se
convirtió en un buen cazador y el hermano menor se hizo ladrón.
Después de un año los cuatro hermanos se reunieron de nuevo en la
encrucijada.
—Gracias a Dios,—dijo el hermano mayor,—todos estamos sanos y salvos y cada
uno ha aprendido a hacer algo.
Y juntos regresaron a casa. El padre se puso muy contento al verlos llegar y
pidió a sus hijos que le contaran sus aventuras.
Julio, el hijo mayor, dijo que había estado en Toledo y que había aprendido
el oficio de zapatero.
—Muy bien,—dijo su padre, es un oficio honrado.
—Pero yo no soy un zapatero vulgar, respondió Julio,—remiendo a la
perfección, y no tengo más que decir estas palabras: '¡Remiéndate!' y las cosas
viejas quedan como nuevas.
El padre, dudando lo que decía su hijo, le dió un par de zapatos viejos.
Julio tomó los zapatos, los puso en frente y dijo: '¡Remiéndate!' Al instante
los zapatos se convirtieron en otros relucientes y casi nuevos. El atónito padre
exclamó:—¡Excelente, has aprendido más en Toledo que en la escuela!
Entonces el viejo zapatero preguntó a su segundo hijo, Ramón:—Y tú, Ramón
¿qué has aprendido?—Padre mío, estuve en Madrid y estudié para astrólogo y soy
un astrólogo extra-ordinario. No hago más que ver al cielo para saber
inmediatamente lo que sucede sobre la tierra.
—¡Maravilloso!—exclamó el padre y dirigiéndose a su tercer hijo Enrique,
dijo:—¿Qué oficio has aprendido, Enrique?—Soy cazador, pero un cazador
sorprendente. Cuando veo a un animal no hago más que decir: '¡Muérete!' y el
animal se muere en seguida.
El padre viendo una ardilla le dijo:—Mata aquella ardilla y creeré lo que
dices.—Enrique dijo: '¡Muérete!' y la pobre ardilla cayó muerta. Por fin el
zapatero preguntó a su hijo menor Felipe:—¿Qué oficio has aprendido tú?—He
aprendido a robar,—respondió Felipe;—pero no soy un ladrón ordinario; no hago
más que pensar en la cosa que deseo tener, y esta cosa viene por sí mismo a mis
manos.
Como el padre quería ver la ardilla muerta por Enrique, dijo al
astrólogo:—¿Dónde está la ardilla?—Debajo de aquel árbol,—respondió Ramón. En
seguida Felipe, el ladrón, pensó en la ardilla y ésta apareció al instante sobre
la mesa.
El viejo zapatero estaba muy contento y orgulloso de las habilidades de sus
hijos. Un día los cuatro hermanos supieron que la princesa Eulalia, la única
hija del rey, se había perdido. El rey ofreció su reino y la mano de su hija al
caballero que pudiese hallarla y traerla al palacio. Los hermanos fueron al
palacio, y dijeron al rey que ellos podían hallar a la princesa. El rey muy
contento les repitió su promesa.
Durante la noche el astrólogo miró al cielo y vio en una isla lejana a la
princesa, a quien un dragón tenía prisionera. Los cuatro hermanos después de un
viaje penoso y largo llegaron a la isla. Cuando el ladrón vio a la princesa que
se paseaba por la playa, exclamó:

—¡Deseo a la princesa en nuestro barco!—e inmediatamente la princesa estuvo
en el barco; pero como el dragón vio esto, con rugido terrible se precipitó
sobre el barco. El cazador exclamó al instante: '¡Muérete!' y el dragón cayó
muerto en el agua. Al caer el dragón chocó con el barco y casi lo hizo pedazos,
y cuando ya se hundía el barco, el zapatero dijo: '¡Remiéndate!' y el barco fue
remendado.
Apenas regresaron al reino, empezaron los hermanos a altercar entre sí.
—Yo he hallado a la princesa,—dijo el astrólogo,—por lo tanto debe ser mi
esposa.
—De ninguna manera,—respondió el ladrón,—la mano de la princesa es mía,
porque yo se la robé al dragón.
—¡Necios!—exclamó el cazador,—yo debo ser el marido de la princesa porque yo
maté al dragón,—a lo que el zapatero replicó coléricamente:
—La princesa debe ser esposa mía, porque yo remendé el barco y sin mi ayuda
todos Vds. estarían muertos.
Después de mucha discusión, y sin poder arreglar nada, los hermanos
decidieron ir a ver al rey a su palacio.
—Señor,—le dijeron,—Vuestra Majestad decida quien de nosotros debe casarse
con la princesa.
—Muy bien,—dijo el rey,—la cuestión es muy simple; he prometido la princesa
al caballero que la encontrase. Por lo tanto ella debe casarse con el astrólogo.
Pero como cada uno de Vds. ayudó a la salvación de ella, cada uno debe recibir
la cuarta parte de mi reino.
Los hermanos, muy satisfechos con esta distribución, vivieron felices en sus
reinos. Cada vez que nacía un príncipe o una princesa los tres solteros
aumentaban los impuestos para comprar magníficos regalos para el recién
nacido.